XXI- El Regreso 2
Los autos se movían lentamente. A pesar de la escasez de combustible decidieron avanzar. Ya habían estado demasiado tiempo parados y a ese ritmo tendrían que dormir en el auto. Qué mas valía, decidir quedarse o verse obligados a hacerlo en cuanto se acabara el combustible. Procuraría no defraudar a Pilar, se la veía alerta. Puso especial atención en no acelerar bruscamente, pasar los cambios lo más rápido posible y, si habían tenido que detenerse, no volver a avanzar hasta no asegurarse un trayecto que valiera la pena.
—¿No hay nada por acá, un parador de ruta o algo así? —preguntó Pilar— ¿O algún playón iluminado? Se dirigía a él con extrema consideración y cuidado, como si fuera a confiar en su opinión, pero también parecía testear sus respuestas.
—No, nada, probemos seguir un poco. —Esa ruta era un desierto si no fuera por los cientos de automovilistas que ahora estaban ahí atrapados, en cuanto desaparecieran no sería el mejor lugar para estar. Era mejor avanzar aún a riesgo de tener que quedarse más cerca. Waigel conocía muy bien esa zona y sabía que era la mejor opción. Pilar lo dejó hacer.
Lograron entrar en el pueblo, eso era alentador. Aún cuando hacía un largo rato que la luz del tablero indicaba que estaban consumiendo la reserva de combustible, las ruedas aún seguían girando cada vez que Waigel apretaba, con gentileza, el acelerador.
Aquella situación le recordaba a Marta Bouche, se veía obligado a tratar al auto de Pilar con extrema delicadeza para evitar que los dejara tirados en el peor lugar. Era raro revivir ante un automóvil los temores a los que Marta lo había enfrentado, pero así era y no podía evitarlo. Ahí estaba, tratando a un auto como si fuera Marta temiendo que, de otro modo, recibiera una trastada como respuesta.
—Ya estamos mejor acá —dijo Pilar mostrando alivio—. Podemos estacionar en algún lado e inspeccionar un poco, todavía hay demasiados autos dando vueltas.
—Si, vamos a estacionar acá —contestó Waigel. Era una calle de casas bajas, la mayoría iluminada con algún farol en la puerta. Encontraron un espacio justo delante de un pequeño local. La vidriera tenía carteles que parecían anunciar ofertas de inmuebles, no estaban francamente iluminados pero la marquesina blanca con letras azules que decía “ESTUDIO COSTA” irradiaba una luz generosa. Se bajaron y caminaron intentando descubrir algo.
—¿A cuánto estamos? —preguntó Pilar.
—Cerca, treinta cuadras máximo, pero hay que ver si se puede pasar —respondió él. Llegaron a una plaza y en cuanto echaron un vistazo se quedaron boquiabiertos. Varios autos sumergidos hasta la mitad en el medio de la calle, desacomodados y atravesados. Algunos con más suerte estaban sobre la vereda pero aún así no se les veía las ruedas. El teléfono de Pilar seguía sonando cada tanto, eran mensajes que le mandaba su hija Sol, estaba preocupada. Los autos circulaban, iban y venían. ¿Dónde irían realmente si parecía no haber salida? Todos querrían entrar al pueblo después de un fin de semana de pascua— Están gastando combustible, no van a poder pasar —agregó Fabio sabiendo muy bien lo que decía—. Mis hijas no contestaron ninguno de mis mensajes. Marcos tampoco volvió a escribir —viendo el panorama era de suponer que estaban incomunicados.
Los autos seguían circulando, daban vueltas como hormigas caminando alrededor de su hormiguero recientemente destruido. Decidieron parar a uno y preguntarle. El hombre les dijo que habían intentado cruzar por varios lados, pero todo había sido en vano. ¿Se habría inundado la casa de Waigel? No era momento de pensar en eso pero era una posibilidad. Susy tampoco se había comunicado, ni siquiera para avisar que cancelaba la reunión que iban a hacer esa noche en su casa. Ya eran las diez y media de la noche del último día de un fin de semana largo, ningún motivo para ver tanta gente ni tantos autos. Vieron a dos mujeres que salieron de una casa. Las siguieron con la vista. Se dirigieron a la esquina de la plaza y se pusieron a destapar los desagües, descalzas y con pantalones arremangados hasta arriba de las rodillas. Se acercaron y se pusieron a conversar. Ellas corroboraron que habían visto en el noticiero que no se podía cruzar del otro lado del pueblo. Sugirieron a Pilar y a Waigel que se quedaran ahí, de momento estarían seguros, había muerto gente, por televisión ya empezaban a anunciar malas noticias.
—Somos afortunadas —dijo la mujer más joven— otros tienen la casa bajo el agua, nosotros hasta tenemos luz. ¿Ustedes adonde van? ¿Están en auto?
—Si, lo dejamos en la otra cuadra. Yo vivo más al norte, del otro lado del río —contestó Fabio.
—Ah no, quédense acá porque no van a poder llegar. Si quieren dejen el auto en nuestro garage, está mas elevado que la calle y nosotros no lo usamos. Traelo, tranquilo —dijo la mujer a Fabio. Èl la miró a Pilar y ella escrutó el lugar.
—Dale, si. ¿Lo traes vos? —dijo Pilar a Waigel en señal de aprobación. Fabio fue a buscar el auto. El garage estaba al aire libre y tenía una puerta de reja, el auto se vería desde la calle.
—Yo les voy a dejar la cadena puesta, volteada para adentro, con un nudo pero sin el candado, así ustedes pueden abrir a cualquier hora que tengan que entrar y lo sacan, sin problemas, cuando vean que pueden irse —dijo la mujer más grande, parecía ser la madre de la otra.
—¡Muchas gracias!. Sería mucha molestia si les pedimos pasar al baño —dijo Pilar.
—No, no es molestia, pasen, pasen. —entraron los cuatro por una puertita blanca. Dos escalones de laja la precedían. El piso del living era de madera, el espacio angosto y alargado.— Es por ahí —la mujer señaló a Pilar el camino al baño. Cuando regresó, Waigel charlaba con las mujeres.
—Mira, la señora me prestó estas ojotas —dijo Waigel dirigiéndose a Pilar.
—¡Ah! ¡Muchas gracias! —dijo Pilar.
—Cuando se van las dejas en el escalón al lado de la puerta—dijo la mujer.
—Si, perfecto. ¡Gracias! —contestó Pilar. Ella también decidió ponerse las ojotas que estaban en el auto, sería buena idea. Se saludaron y la mujer arrimó la reja del garage mostrándoles cómo dejaría presentada la cadena..
Pilar y Waigel decidieron caminar por las calles aledañas a la plaza. Fabio quiso intentar meterse por una calle inundada que conducía a su casa.
—¡No! —dijo Pilar—. En el agua no nos vamos a meter, es peligroso. Fabio la miró y no contestó, pero hizo caso. Intentaron llegar a la plaza por otra calle, retrocedieron un par de cuadras y entrar por otro lado. Estaba demasiado oscuro. Procuraron mirar a la distancia buscando luces y siguieron los destellos como si fueran huellas. Por donde pasaran había agua y autos sobre la vereda o contra los árboles, en ningún lugar que pudiera suponerse que estaban donde sus dueños los habían dejado. Decidieron caminar alrededor de la plaza, los límites se los ponía la inundación. Cerca de la plaza los cruces de calle tenían agua pero no era demasiada, seguramente había empezado a bajar y algunos autos estaban desparramados por lugares insólitos. En una de las esquinas de la plaza había gente en la puerta, sacaban agua con un secador por el pasillo de acceso. Unos hombres ayudaban a bajar cosas de una camioneta. Las puertas y ventanas estaban abiertas de par en par, exhibiendo interiores vacíos, seguramente vaciados de emergencia para proteger algunos muebles. El agua debió haber llegado mucho más arriba de donde estaba en ese momento. Una familia había sacado el inodoro a la calle, había subido el agua por las cloacas. Empezaba a sentirse frío y tenían los pies mojados.
Encontraron un lugar por donde cruzar a la plaza. Llegaron al centro y Waigel vio a alguien que venía caminando, era un ex compañero de la legislatura. Estaba empapado y agitado, recién se ponía a salvo luego de haber atravesado dos cuadras con noventa centímetros de agua.
—¿¡Qué haces Jorge!? —dijo Waigel.
—¡Hola! ¡Mirame! —Exclamó—. Iba con mi hijo en la camioneta y vimos a una señora en la terraza, había entrado agua a la casa y subió escapando. Logramos abrir la puerta pero el agua no salía porque la calle también estaba inundada. Mi hijo subió y llevó algo de abrigo. Yo vine a pedir ayuda. Cuando fui a la camioneta se había movido y le había entrado agua. Pude sacar los papeles, no se para que, es una cero kilómetro, la saqué la semana pasada. ¿Viste a alguien de bomberos, o policía? —preguntó Jorge a Fabio.
—Ahí en la esquina había gente ayudando, me parece que son de alguna organización. ¿Te acompaño? —dijo Waigel.
—No, está bien, yo voy, gracias. ¿Dónde? —preguntó Jorge otra vez para estar seguro.
—Por acá derecho, cuando cruzas la calle doblas a la izquierda y volves a cruzar la otra calle. Ahí, a diez metros, donde se ven esas luces. Cualquier cosa chiflame, estoy atento, te sigo con la vista. El hombre caminó rápido y Waigel se cercioró que fuera en la dirección correcta. Ellos empezaron a caminar detrás siguiéndolo por cualquier cosa, no quisieron retrasarlo, parecía ansioso por llegar y cualquier compañía le sería un estorbo. Waigel vio de lejos a un policía y caminó en dirección a él, Pilar se quedó atrás. Habló con el policía y juntos caminaron hacia donde había ido Jorge. Lo alcanzaron antes de cruzar la calle. El policía le hizo unas preguntas a Jorge y luego se comunicó con alguien por el handie.
—Gracias —dijo Jorge a Waigel mientras el agente se ocupaba de lo suyo.
—No, tranquilo —contestó Fabio. El policía le pidió a Jorge mas detalles sobre el lugar y empezaron a caminar despacio. Se alejaron un poco y luego se detuvieron para seguir hablando. Caminaron un poco más y se volvieron a detener. El policía hablaba por el handie otra vez luego lo alejaba de su cara para seguir hablando con Jorge. Waigel se quedó observando todo, cada vez a mayor distancia. Se dió vuelta y vio que Pilar contemplaba la escena completa desde la distancia. Entonces él volvió a su encuentro.
—Vos te creerás que siempre es así, pero esto, acá, no pasó nunca. ¿Porqué no sacas algunas fotos? —dijo Waigel a Pilar. La acababa de autorizar a meterse en su intimidad.
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