IV- Juegos de Milonga

En la milonga convivían personas de muy distinto origen unidas en su pasión por el tango; cuentapropistas, empleados, profesionales, empresarios y jubilados compartían la pista. También era común encontrar extranjeros que vivían algunos meses del año en la ciudad atraídos por el tango o gente de localidades aledañas que se trasladaba cada semana para bailar en Buenos Aires. Algunos manejaban hasta cien kilómetros, eran los que aprovechaban el tiempo desde que se abría el baile hasta que sonaba la cumparsita, ese era el tema elegido por todas las milongas porteñas para coronar la noche.
Pilar era de las que nunca faltaban a la cita. Llegaba en su auto sola o con alguna amiga y era aplicada como pocas, aprovechaba las clases de cuanto maestro se interpusiera en su camino. En el salón de Boedo había intimado con un grupo de mujeres con las que hizo una cómplice amistad y pasaron juntas momentos inolvidables.
La negra decía que los tipos se disfrazaban para ir a bailar. 
—Ese que parece gerente de una multinacional es buen bailarín y se da corte con minas bien pero es un pelagatos, lo sacás de la milonga y no das dos mangos. Sonrisa de oreja a oreja y seguro que es de los que se ofenden con facilidad. Después dicen que las mujeres somos histéricas. —Tan convencida estaba de la hipocresía de la milonga que porfiaba a sus amigas a adivinar de que se ganaba la vida cada quien. Ella misma individualizaba a la próxima víctima, que solía ser algún varón con el que todas bailaran. 
El morocho de traje beige y bigote prolijo parecía jefe de vendedores de una empresa de electrodomésticos. Llegaba temprano, se iba temprano, y bailaba apurado. Debía ser casado porque un día se negó enfáticamente a que le sacaran una foto mientras bailaba con Pilar. Gracioso e histriónico, en cuanto empezaba una tanda ya estaba buscando, ansioso, con quien la bailaría. Su verdadera identidad la descubrió Pilar durante una tanda bien canyengue. 
—Hace mucho que no te veía. —dijo ella para iniciar la conversación después del primer tema.
—Si, horarios complicados en el trabajo —dejaron de hablar y volvieron a bailar hasta la siguiente pausa—. Hubo varios congresos en Rosario y tuve que viajar un par de veces para llevar gente, o algún auto. Tenemos unas limusinas que no hay en ningún lado, de esas largas, se desesperan por reservarlas —dijo él.  
—¡Oh! ¿¡Manejas esas limusinas que son larguísimas!? ¡Qué bueno! —sonrió satisfecha, y se abrazaron para bailar el próximo tango que empezaba a sonar. 
Al petiso lo tenían en la mira hacía rato. La negra apostaba a que animaba fiestas infantiles. Era delicado y aniñado. Impecable camisa y pantalón negros, siempre igual, como si fuera uniforme, pero no de milonguero sino de mago. Rosa decía que tenía una juguetería y librería cerca de algún colegio, acostumbrado a tratar con chicos y a contener a las mamás ansiosas. Se dirigía con exagerada cortesía, de esa que podría usarse para ocultar el deseo de mandar a alguien a la mierda.
—Lidia, ¡a vos! —La negra le señalaba al susodicho que la invitaba a bailar los valses.
—Bailo esta tanda y me voy. —dijo él— Estoy muerto.
—¡Uh! ¿Madrugaste hoy domingo? Si, y mañana hay reunión de Directorio en el banco a las 10. Tengo que revisar todo antes, ¡a las 8 tengo que estar en la oficina! 
—¡Ah! Mira vos ¿Donde trabajás?
—Soy abogado, trabajo en el Banco Nación.
—¡Y bueno! ¡La vida algunas veces es dura! —Dijo Lidia riendo para coronar la charla, muy entusiasmada por el misterio que acababa de develar.
En cambio, el estilo de Mario hizo pensar a Rosa que era profesor de inglés. Bohemio y canchero, de esos que parecen haber viajado sin un mango. Pelo largo atado y camisas grandes de colores claros que usaba por afuera del pantalón. Pero resultó ser acupunturista. A Jorge jamás le hubieran puesto ese nombre, era bajito, boliviano, y llegaba a la milonga en bicicleta. Si no fuera por esa trencita que llevaba en la nuca y los tiradores, Lidia hubiera dicho que trabajaba en la construcción, pero había resultado el dueño de una dietética del barrio norte.
Waigel también fue objeto del juego. Con él se habían esmerado especialmente. Pilar les porfiaba que era patovica en algún boliche, o espía. Su aspecto físico corpulento y su forma de bailar se condecían con eso. Tenía movimientos contundentes que llevaban a la mujer, inevitablemente, para donde él quisiera. Era sólido sobre la pista, como un tanque. Cuando no bailaba observaba todo y estaba discretamente atento a su alrededor, se movía con sigilo y jamás llamaba la atención si no fuera por su tamaño imponente que parecía interesado en disimular encorvándose levemente para aparentar ser más pequeño. 
Pilar sabía que nadie era lo que parecía. Ese era el juego de la milonga. El poder lo tenía el buen bailarín sin importar cual fuera su vida. El vínculo con el otro antes del prejuicio de conocer su propio mundo parecía alentador, pero solo hacía las cosas más difíciles. El gustarse atraídos solamente por la sensación de acercarse al otro hacía que luego hubiera que lidiar con todo el resto que aparecía al intentar descubrir al ser humano que habitaba debajo de ese disfraz de bailarín. Distintas personas valoran o desprecian la misma cosa, nadie tiene un valor propio sino el que otro le otorga. En la milonga nadie es lo que parece, ni siquiera Pilar era lo que lucía ser. Algunos enaltecen sus propias virtudes y se sienten reyes, otros exacerban sus defectos hasta sentirse disminuidos, y algunos pocos son conscientes de que se trata de un juego. Hay fuleros que se sienten agraciados, o desgraciados siendo exitosos. De eso se trataba, como en la vida, de descubrir que nadie es lo que parece, que todo es banal, y que solo toca a cada uno un papel en el reparto de roles, ninguno mejor ni peor, solo diferentes y todos indispensables. De eso se trataba, como en la vida, de encontrar la esencia que aparecía solo cuando todo lo banal había  sido corrido a un costado, luego de la acabada demostración de su inutilidad. Eso se aprendía en la milonga.
El juego preferido de Rosa era elegir al mejor abrazo. Hacían comentarios y comparaciones que las hacían anticipar opinión, y retrotraerla luego con algún fundamento gracioso. 
—¿Quién propone la terna?
—Federico, Sandro y Patricio. —arriesgó La Negra.
—¿Quién es Sandro? —dijo Pilar.
—El peluquero alto, ese que vive lejos —contestó La Negra.
—¡Noooo este tipo usa unos trajes que te morís de calor! ¡Imposible que yo lo vote! —dijo Pilar.
—Ok, lo cambiamos. Carlitos tampoco, tiene unos pelos que siempre me quedan a la altura de la nariz y me hacen estornudar. ¿Y Alejandro? —dijo Rosa.
—¡Ese la abraza bien solamente a La Negra! —dijo Pilar.
Buscar la terna ya tenía lo suyo. Después tenían que arreglárselas para bailar con todos para poder votar. Era posible que alguno de los ternados no hubiera bailado con todas ellas, esas mujeres ahora devenidas en jurado, pero tenían que arreglárselas para conseguirlo antes de la votación. Aprovechaban la tanda en que las mujeres podían sacar a bailar a los varones, o utilizaban el método de mirar con algún descaro para forzarlos a salir a la pista. Pilar prefería acercarse e invitarlos, aún en cualquier tanda.
El último juego que se les había ocurrido era el del concurso circunstancial. Eran las 11 de la noche y empezaba a sonar una tanda de Di Sarli. Ninguna salió a bailar sino a merodear las pistas para elegir a su favorito. La Negra se sentó en una silla que encontró desocupada en la mesa de Blanquita, justo en una de las esquinas de la pista. Se sentó de brazos cruzados sin disimular su actitud de evaluadora, desde ahí divisaba bien a varios bailarines.  Pilar prefirió camuflarse en la mesa de las chicas del oeste, era otro de los ángulos estratégicos para ver toda la pista. Lidia y Rosa eligieron mirar desde la mesa, aunque tuvieron que correrse de silla para tener mejor panorama. Mientras analizaban detalladamente a cada dupla se cruzaban miradas y señas para incitar a sus compañeras a considerar especialmente a alguna de las parejas.  Y luego venía la deliberación ¿Quién sería el ganador? ¿el petiso con la gordita?, ¿el de zapatos blancos con la de vestido a lunares? ¿o el morocho grandote de barbita candado con la de zapatos rojos?


Por otro lado, Waigel observaba todo lo que sucedía en la milonga.
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