III- Un Bailarín

No podía quitarse de la cabeza aquel último encuentro con Pilar. Le volvía una y otra vez el recuerdo de ella abrazándose con ese hombre del que se despidió en la milonga. El resto de su vida transcurría en relativa monotonía. Hacía más de un mes que no se la cruzaba a Marta Bouche, una novia con quien había reincidido después de pelearse con Sandra. Marta siempre estaba acechándolo y él rogaba que no apareciera en escena, su vida se convertiría en un infierno. 
         Fabio Waigel había frecuentado las milongas porteñas siempre acompañado por sus amigos. "Susy, Marcos y yo somos como hermanos" le había dicho a Pilar mientras saboreaba un sorbo de champagne y sonreía mostrándose afortunado. También se había esmerado bastante en recalcarle: “Yo soy un hombre libre”. El “yo” jamás lo omitía, no era indistinto para él, no estaría dispuesto a sacrificar su identidad. Es cierto que era un hombre libre, en el sentido que él interpretaba la libertad.

         Su madre había muerto cuando tenía 10 años. Al poco tiempo, su padre le pidió que se quedara con la abuela, parecía comprensible que un hombre de duelo creyera que el niño estaría mejor en casa de los abuelos. Pero el hecho es que no volvió a saber de él, y aunque siempre albergó la esperanza de volver a verlo, por algún motivo las cosas no fueron así.
  La familia había vivido en distintos departamentos construidos sobre el mismo terreno, había un pasillo largo desde donde se accedía a cada vivienda. Al fondo había vivido Waigel con sus padres y al frente la abuela Ana, ella tenía terraza y una gran ventana con balcón francés hacia la calle que ahora Waigel había convertido en garaje. Él conocía cada baldosa de ese corredor, de niño lo recorría todos los días 6 o 7 veces para ir y venir de la casa de la abuela, llevarle azúcar, traer una torta, ir a pedirle hilo celeste para que su madre le cosiera un jean, llevar las frazadas y las almohadas para ventilar en la terraza, tomar la merienda con su abuelo, o volver a la hora que llegaba su padre del trabajo. Ahora, cada vez que sacaba las hojas que caían de las enredaderas, parecía revivir con nostalgia aquellas épocas en que su vida era despreocupada y llena de expectativas. Era raro que pasara un solo día sin barrer el pasillo y lo hacía con dedicación, sin apuro, era el momento que necesitaba para bucear en sus raíces; si las hubiera, estarían ahí, tal vez entremezcladas con las de las enredaderas que él mismo había plantado.
  Las puertas sobre el pasillo eran 3. Cerca del fondo había otra entrada a un departamento muy pequeño -de 2 ambientes- en el que había vivido la tía Pepa, hermana soltera de Ana. Tenía dos ventanas corredizas altas con vidrio esmerilado que casi siempre estaban cerradas o apenas entreabiertas. Pocas veces había entrado Waigel a la casa de Pepa, más bien la saludaba en el pasillo o la veía en casa de la abuela.
Ana, después de morir la hija, nunca más la nombró abiertamente, solo cuando se le escapaba algún pensamiento que se esmeraba por esconder. Waigel sabía que no debía revolver en el dolor de su abuela, era mejor no recordar el tema, como si eso ayudara a olvidar. A tan corta edad sus padres, simplemente, desaparecieron, como si nunca hubieran existido; pero sí habían existido, esa era la verdad que Waigel no podía remediar.
La abuela creyó que era mejor que Fabio dejara la escuela por un tiempo. Así es como pasó casi cinco años de encierro junto a sus abuelos y la tía Pepa, sin demasiadas visitas. Era un niño bueno, reservado y curioso. Le gustaba pintar, hacer artesanías y leer revistas o enciclopedias. Era frecuente verlo revolver en el galpón, el aparador o la biblioteca en búsqueda de revistas, cartón, cintas, alambres, pedazos de madera, hilos, pinturas, y transformaba esas cosas, que siempre hay en la casa de los abuelos, en esculturas o cuadros que sirvieron para endulzar la vida de Ana.  
A los dieciocho empezó a trabajar como vendedor en una casa de ropa deportiva, al tiempo que retomaba la escuela secundaria en el turno noche. La primaria la había terminado con la ayuda de una maestra particular. Comenzó a descubrir el contacto con la gente y encontraba cierto placer en eso, fortalecido por la seguridad que le dio el hecho de ganar su propio dinero. Era muy observador, miraba todo, ningún detalle se le escapaba. Intentaba comprender lo que provocaba el comportamiento de la gente y actuaba como se esperaba que lo hiciera para conseguir cualquier cosa que necesitara. Comenzó a sorprenderse de sí mismo saliendo airoso de situaciones que tiempo atrás hubiera preferido eludir. Conseguir que una clienta se llevara dos pares de zapatillas seleccionadas con su asesoramiento, en medio de algún piropo, como pararse junto a ella frente al espejo y decirle: "que linda pareja hacemos” no era algo que se hubiera imaginado de un chico tímido e introvertido. Así, casi jugando, descubrió rápidamente los secretos del comercio y pronto se animó a instalar su propio local que explotó durante algunos años. 

A Carmen la había conocido a los 20 años. Trabajaba en la escuela nocturna y era casi tan alta como él, demasiado para una mujer. La relación funcionó durante unos años, pero él nunca se había sentido feliz, la vida se le iba de las manos y necesitaba salir a vivirla. Cuando nacieron sus hijas tuvo la oportunidad de entrar a trabajar en la legislatura de la ciudad y aprovechó para dejar el negocio que lo esclavizaba demasiado. De todos modos, el cambio no le resultó traumático. Tenía que encargarse de las contrataciones y había estado acostumbrado a decidir las compras para su local. En su nuevo empleo observar le había dado, otra vez, los secretos para desenvolverse con fluidez. Actuar como cualquiera lo haría le permitía mantenerse en un relativo anonimato; en general, era lo que él prefería. Así comenzó a formar sus primeros vínculos, de grande. Empezó a salir solo y a frecuentarse con su nuevo círculo de amigos o compañeros de trabajo y, también, a salir de viaje sin su familia. Esto deterioró su matrimonio y luego de unos años se separaron.
          Dolores fue su segunda pareja. La había conocido cuando tenía el negocio, trabajaba para uno de sus proveedores de calzado. En esa época ambos estaban casados y tenían hijos pequeños. Pero luego de separarse de su mujer la encontró por casualidad, fue al banco a pagar unas cuentas y había mucha gente. Entró intentando escrutar el lugar y la vio en la cola. No la abordó, sino que se paró a un par de metros y la observó esperando que ella lo mirara. Fue inevitable, la monotonía de la espera la hacía buscar con que entretenerse y lo vio. Se miraron, ella tardó dos segundos en reaccionar y él supo acompañar la situación, jamás se anticipaba. En cuanto percibió que ella empezaba a insinuar una sonrisa él mostró la mejor que tenía y recién en ese momento exteriorizó su sorpresa, abriendo bien sus ojos y levantando las cejas. La cara de Waigel cambiaba cuando sonreía, era angelical, mantenía el aspecto tímido que había tenido de niño, se percibía cierto pudor, seguramente por sentir descubiertas sus emociones. Se saludaron con un abrazo, como si se hubieran extrañado durante todo el tiempo que no se habían visto. Nunca, ninguno de ellos, intentó saber nada del otro, pero ahí estaban, felices de encontrar lo que nunca habían perdido. Dolores le ofreció pagar las dos boletas del impuesto inmobiliario que Waigel tenía en la mano. Los abuelos y la tía Pepa ya habían fallecido y él se había quedado con los tres departamentos, pero, por algún motivo, recibía una sola boleta, también tenía que hacerse cargo de los gastos de la casa de fin de semana que todavía compartía con su exmujer. Él aceptó que Dolores pagara sus cuentas y permaneció en la cola junto a ella hasta que la atendieron. Se la veía bien, hacía tanto que no sabían uno del otro. A pesar de vivir en la misma ciudad los cien mil habitantes no necesariamente se cruzaban en las pocas cuadras comerciales del centro, máxime si se tiene en cuenta que mucha gente joven emigraba a otras ciudades cercanas o a la capital, sea por razones de estudio o porque habían conseguido un trabajo y preferían no viajar a diario. Unos pocos kilómetros podían ser suficientes para no volver a ver a alguien nunca más. El trámite bancario de ese día finalizó a las 12 de la noche, luego de una cena en un restaurante tranquilo a varias cuadras del centro. Pronto empezaron a salir e hicieron planes. Waigel decidió refaccionar la casa de adelante, donde él seguía viviendo luego de morir Ana, para ir a vivir allí con Dolores y su hijo. Se mudó temporalmente al fondo. Jamás había vuelto a entrar allí desde que murió su madre. Encontró el lugar completamente vacío, no había ningún mueble, nada de ropa, ni siquiera una cacerola inservible en las alacenas. Vacío e impecable como si alguien entrara a diario a limpiar. El patio del fondo era lo único que denotaba el abandono. Tenía la vegetación que había podido subsistir en los canteros, semillas voladas de otros lugares que habían germinado entre un cúmulo de hojas y tierra que se había amontonado impidiendo distinguir el piso de los canteros perimetrales, que no tenían más delimitación que la ausencia de baldosas. No había allí ningún rastro de su vida pasada. Hizo unos arreglos sencillos antes de mudarse, y luego encaró la refacción de la casa de adelante. Pero antes de poder terminar la obra se separó y su mudanza temporaria se convirtió en definitiva. Había hecho demasiado por esa mina y por su hijo. Toda la reforma la había pensado en función de la familia que formarían, pero ella no supo agradecer ninguno de sus esfuerzos y era más propensa a atender los caprichos de su hijo que las necesidades de la pareja.
          Susana fue su tercera relación, ella hacía tortas para vender y trabajó en su casa durante un año. Una mañana la echó porque no había podido explicar una sospechosa llamada que había recibido la noche anterior. Extrañaría sus habilidades de cocinera, pero no podía ser tan ingenuo y seguir confiando en ella.
          Después llegó Gabriela, parecía haber dado con la mujer indicada. Lo había ayudado a recuperar una importante suma que él intentó invertir en un negocio fallido. Se ganó toda su confianza. Fueron nueve meses de gestiones y negociaciones con un conocido prestamista de la ciudad. El proyecto original había sido montar una financiera para ofrecer pequeños créditos a empleados y jubilados. Las cuotas serían descontadas de los recibos de sueldo. Un buen negocio de baja incobrabilidad. Hacía unos años que Waigel había entregado cincuenta mil dólares sin tener más noticias. Gabriela acorraló a Nuncio, así se llamaba el prestamista, hasta que no tuvo más opción que devolver el dinero para evitar los escándalos prometidos. Consiguió unos jugosos intereses, logró sacarle sesenta mil dólares, seguramente menos de lo que Nuncio había ganado prestando el dinero de Waigel durante casi tres años. ¡Qué polenta tenía esa mina! ¡Por fin alguien se jugaba por él! Gabriela montó un operativo de seguridad para llevarse el dinero en efectivo de la casa de Nuncio previendo una posible trampa mafiosa para robarle lo recuperado. Le hizo saber a él que el tipo se la había jurado y le aconsejó a Waigel que no la acompañara, quería protegerlo. Era reconfortante que ella lo cuidara tanto, nadie lo había hecho desde que murió su abuela. Gabriela contrató a dos rusos que trabajaban en una empresa de seguridad, recomendados de una vieja amiga ucraniana. Prometió cien dólares a cada uno si todo salía bien. Así fue, todo salió perfecto y ella desapareció con el dinero sin dar explicaciones a su novio. Él no se recuperó con facilidad de la sorpresa ¡Cómo podía ser tan boludo!
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