XVI- La casa de Waigel

Pilar se bañó, acomodó su casa y preparó un bolso pequeño con pocas prendas multipropósito. Luego la llamó a Sol para ponerla sobre aviso y disculparse por si se ausentaba en la pascua, de todos modos sabía que Sol almorzaría con su padre, más afecto a los almuerzos familiares de domingo. Como era de esperar Sol la reprendió y le hizo mil recomendaciones.

—Andá con cuidado mami. ¿Me llamás a la noche? ¿O preferís que te llame yo? —dijo Sol.

—Llamame vos, si querés, como a las nueve y media —contestó Pilar.

—Bueno, pero mandame tu ubicación, en cuanto llegues —agregó Sol.

—Si, quedate tranquila. Yo te mando todo y vos me llamás —repasó Pilar.

—Bueno, chau mami, cuidate —insistió Sol.

—Si, mi amor. Te quiero mucho. ¿Nos hablamos a la nuit?

—Si, mamá, yo también te quiero. Te llamo nueve y media. Besos! —remató Sol.

Al rato de cortar recibió un mensaje de Waigel con su domicilio y algunas indicaciones para llegar. Puso la dirección en el gps y verificó el lugar en el mapa. Repasó cada una de las referencias del camino y verificó la distancia desde su casa, eran 82 kilómetros. Recibió otro mensaje de Waigel que decía “El frente de mi casa está en obra. Vas a ver una camioneta gris en la puerta. Cuando estés cerca, llamame”.

Pilar salió a las 6 y media de su casa. Por suerte el auto estaba limpio. Fue a la estación de servicio para llenar el tanque y revisar la presión de los neumáticos. Controló lo que hacía el empleado de la estación, otras veces lo hacía ella misma pero no esta vez. Se aseguró de tener en la guantera el bulón de seguridad. Le pidió al playero que revisara la presión del auxilio y verificó que estuviera todo lo necesario para una emergencia: criquet, llave cruz, balisa, botiquín, matafuegos. Le dio una propina al hombre y se subió al auto. Antes de  arrancar puso un mensaje a Waigel que decía “Estoy saliendo”, ya eran las siete de la tarde. Había pasado menos de un minuto cuando llegó la respuesta que decía “Ok”, seguido de una carita con un guiño.

No estaba lejos de la General Paz, tendría que ir por ahí hasta llegar al acceso que conducía hacia el oeste. No había mucha gente, el fin de semana largo estaba empezado y muchos ya habían salido hacia distintos lugares. El camino fue sin sobresaltos y la zona no le resultaba ajena. Siguió las indicaciones de Waigel para salir del acceso. En cuanto se detuvo en el primer semáforo aprovechó a enviarle un mensaje: “Ya salí de la autopista”. Esta vez le respondió un “ok” a secas, sin caritas. Siguió el recorrido que le indicaba el GPS, ya estaba cerca. Condujo despacio para tener tiempo suficiente de analizar el barrio. Cuando estuvo en la esquina pudo ver un montículo de arena del lado izquierdo a mitad de la cuadra y una camioneta gris plateada montada sobre la vereda frente a un portón de garage que solo estaba pintado con antióxido gris. El vehículo reflejó las luces de su propio auto y le sirvieron como referencia mientras se acercaba. No era una zona céntrica ni comercial, un puro barrio de clase media. Las indicaciones de Waigel habían sido precisas, eso le agradó, ni siquiera tuvo que fijarse en el número de la puerta para decidir donde estacionar. Se bajó dejando todas sus cosas adentro del auto y se acercó a la puerta. Corroboró el número y miró hacia adentro a través de una raja de vidrio esmerilado. La casa no tenía ningún estilo, era simple, revoque falto de pintura blanca. Ningún detalle especial, molduras,  mármol, ni herrería artesanal. Tocó timbre y volvió a acercarse al vidrio para ver si veía movimiento. Decidió esperar en el auto. Vio en la oscuridad que Waigel abría la puerta, por poca luz que hubiera su figura era inconfundible.

Se volvió a bajar del auto y entonces él la vio.

—¡Hola! ¿Llegaste bien? —preguntó él mientras la saludaba con un beso—¡Pensé que ibas a llamarme desde algún lugar, perdida! —No estaba mal que él la creyera capaz de perderse, algunas veces preferiría ser vista como una mujer frágil, en realidad lo era pero disimulaba bien.

—No no, todo bien. El GPS me trajo directo a tu casa, ningún mérito —dijo Pilar, intentando dejar ahí esa conversación.

—¿Tenés que bajar algo? —preguntó Waigel

—Si —dijo mientras abría el baúl.

—Dejá que te ayudo —dijo él mientras tomaba el pequeño bolso y la campera. Después de cerrar el auto los dos caminaron hacia la casa mientras escucharon el sonido que indicaba que la alarma se estaba activando, al mismo tiempo que vieron el reflejo de las luces que parpadearon tres veces.— Está Marcos, vino con Rosa, una amiga. Trajeron unas empanadas —agregó él.

—¡Ah, que bien! —Era un alivio saber que no estaría aún a solas con él. Caminaron por el pasillo hasta llegar al fondo. Pilar iba adelante. La puerta, al final, estaba abierta. Marcos esperaba cerca de la entrada. La recibió abriendo los brazos como si llegara de una expedición al desierto, con expresión de júbilo y dándole la bienvenida.

—¡Hola Pilar! Bienvenida a Luján! ¿La conocés a Rosa? —dijo Marcos.

—Me parece que nos vimos en alguna milonga pero, en realidad,  no me acuerdo demasiado. Encantada —dijo Pilar a Rosa.

—¿Viajaste bien? —preguntó Marcos.

—¡Si, por suerte! El GPS dijo que había llegado a mi destino. ¿Vos creés que este es mi destino? —contestó Pilar riendo. Todos festejaron la broma.

La casa de Waigel no parecía planificada para recibir visitas, sin embargo el lugar era encantador. La puerta de ingreso daba a un espacio destinado al living-comedor-cocina, bastante chico para pretender que cumpla las tres funciones. La cocina podría haber estado integrada al ambiente, pero estaba oculta detrás de una pared de color amarillo huevo que no llegaba hasta el techo. Frente a la pared amarilla, sobre la que había colgado un cuadro que acompañaba su forma apaisada, un living mínimo que consistía en un solo sillón de cuero negro y respaldo alto, de esos pensados para relax, estratégicamente ubicado frente al televisor de treinta y nueve pulgadas. Detrás de la pared estaba la mesada que formaba una u apoyada en el muro divisorio de otros ambientes. Arriba de la mesada un estante sostenía el horno eléctrico. Al lado del horno estaba repleto de frascos, especieros y vasos puestos boca abajo. Justo delante de la mesada había una pequeña mesita´cuadrada de no más de ochenta centímetros de lado. Waigel condujo a Pilar al dormitorio de huéspedes para que dejara sus cosas. 

Volvieron a la cocina y él separó la pequeña mesa que estaba contra la pared. Tenía un mantel a cuadros verde y blanco. Acomodó dos sillones tipo director uno a cada lado de la mesa y fue a buscar dos sillas de plástico blanco a la galería que antecedía al patio del fondo.  Ofrecieron a las damas los sillones y ellas aceptaron. Pilar se sentó mirando hacia la mesada de la cocina, Rosa a su lado, y los hombres frente a ellas.  El menú no ameritaba estar sentado demasiado cerca de la mesa, por lo que cada uno mantuvo la distancia necesaria sólo para apoyar su plato. Mientras se calentaban las empanadas en el horno eléctrico Pilar prestó atención al piso. Era de cerámicas blancas y negras bien dispuestas. Delimitaban criteriosamente, con guardas, las distintas áreas de ese espacio destinado a comedor y estar. 

El celular de Pilar sonó y todavía no eran las nueve. ¡Había olvidado mandarle la ubicación a Sol!

—Hola —respondió Pilar.

—Hola mami, ¿como estás? ¿todo bien?

—Si Sol, en casa de unos amigos de la milonga, todo bien, por comer unas empanadas. ¿Vos?

—Bien, mami. Bueno, ¿todo en orden ahí, entonces? ¡No te olvides de mandarme lo que te pedí!

—Ah, si, perdón, en cuanto puedo te lo mando —dijo Pilar con toda naturalidad—. Disculpas, me olvidé, estoy en Luján. 

—Bueno mami, cualquier cosa me llamás, y mandame eso ¿eh?

—Si Sol, no te preocupes. Mañana hablamos, te mando un beso.

—Beso mami, que lo pases lindo —contestó Sol, y ambas cortaron.

—Perdón —dijo Pilar a los demás— un reclamo de mi hija.

Las empanadas que había llevado Marcos eran realmente especiales, frutos de mar, papa y queso aromatizadas con romero, salmón, y algunas otras más sencillas -como las caprese- estaban hechas con tomates secos. Waigel abrió una botella de vino cosecha 2005, era un malbec que había guardado para una ocasión especial, eso dijo. Parecía ser así a juzgar por el cuidado con el que descorchó la botella y olió su aroma antes de dar el primer sorbo. Pilar se sorprendió del cuidado que había dispensado durante ocho años a una botella de vino bastante sencillo, creía que sólo los vinos especialmente elaborados para guarda resistían el paso de los años. Sin embargo estaba en perfectas condiciones, concentrado el gusto y amarronado el color, tal como debía afectar el paso del tiempo al mejor de los vinos. Aunque ella los prefería frescos y suaves le agradó la experiencia sensorial de disfrutar un vino que ella había conocido en su estado original. Disfrutaron del ritual que eligió Waigel para el descorche y Pilar lo sintió como un agasajo a su presencia.

Cuando las copas estuvieron servidas Rosa sacó una foto con su celular.

—¿Esa foto la vas a subir a Facebook? —preguntó Waigel.

—No sé, no lo había pensado —contestó Rosa.

—No subas cosas a Facebook —reclamó él. Pilar escuchó la conversación sin agregar nada, le parecía bien no estar exponiéndose en publico, ¿qué sentido tenía?

Cuando terminaron de comer Waigel abrió el champagne que había llevado Pilar. Era un espumante de buena marca, etéreo y suave como le gustaba a ella. Jamás hubiera imaginado terminar así el viernes santo que había comenzado caminando por las iglesias. Rosa era un encanto y ninguna imaginaba que ese era el inicio de una larga amistad que duraría años. Allí estaba, disfrutando de una noche simple y soñada, ni siquiera la preocupada por lo que pasaría en cuanto se quedara a solas con Waigel. 


Marcos y Rosa no tardaron en despedirse, hasta rehusaron tomar el café que ofreció Waigel. Pasarían el sábado en la quinta de unos amigos y tendrían que madrugar. Waigel los acompañó a la puerta y Pilar se quedó juntando los vasos y lavando las pocas cosas que se habían ensuciado. Todo era perfectamente natural. Waigel sacó el mantel con rayas verdes y fue al pequeño patio del fondo a sacudirlo. La llamó y ella fue secándose las manos con el repasador. Estaba prendido el farol que iluminaba con tonos cálidos las flores rosadas de la enredadera que crecía junto al tronco de un árbol muerto. Dos camisas colgaban de una soga cerca de la puerta del galpón del fondo. Waigel le señaló el cielo y ella miró. Era la luna, gigante y redonda como solía verse desde ese patio. 

Y después la besó.

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