XXII- El regreso 3

Volvieron al garage donde habían dejado el auto y trataron de descubrir, en medio de la oscuridad, cómo desenganchar la cadena que estaba entrelazada con un candado abierto. Pensaron que iba a ser mas simple pero Pilar tuvo que iluminar con el celular hasta que Waigel pudo abrirlo. Entraron y volvieron a cerrar la reja. Cuando subieron al auto ella vio otro mensaje de Sol, ya eran las 2 de la mañana y seguía preocupada. Le respondió: “Dormí tranquila que estamos bien, sólo que no podemos pasar”. Él volvió a bajar para agarrar la canasta que estaba detrás del asiento y se la alcanzó a Pilar.  Buscó una manta del baúl y la dejó a mano. Era una suerte que tuvieran agua caliente y saquitos de té. Sabían que la rosca de pascua y los alfajores que traían en el auto les permitiría saborear un poco más ese viaje que habían compartido y, en esas circunstancias, era una bendición tener algo caliente para beber y algo rico para comer. Waigel buscó un cuchillo en la canasta, pero no había.

—¿Tenés para cortar? —preguntó a Pilar

—Me parece que no —abrió la cartera y buscó. En el estuche de cosméticos encontró un blister de ibuprofeno casi vacío. Lo levantó para mostrárselo a él. 

—A ver, dame —dijo él estirando el brazo para agarrarlo. Mientras se lo acercaba despacio parecía evaluar su utilidad. Cuando lo tuvo delante de su cara lo miró, lo giró un poco y lo siguió mirando hasta que decidió aplastar el plástico en las partes donde habían estado albergadas las cápsulas translúcidas de color amarillo anaranjado, salvo en el lugar donde estaba la única que quedaba. Cortó como pudo dos pedazos de rosca mientras Pilar preparaba el té en la tapa del termo que iban a compartir.

—¿Descansamos un rato? —preguntó él después de comer—. No tiene sentido salir todavía, acá vamos a estar bien.

—Claro que si —contestó Pilar dando por sentado que estaba de acuerdo con descansar, al mismo tiempo que consentía la idea que salir de allí sería descabellado. El bajó para volver a poner la canasta en el asiento de atrás procurando que no obstruyera los respaldos. Tomó la manta y, luego de volver a su asiento, la abrió y la extendió sobre el cuerpo de Pilar agarrándola de una de las puntas para cubrir sus piernas. Luego la tomó de la punta superior y la extendió hasta engancharla detrás de su hombro derecho, contra el asiento. Tuvo que estirarse lo suficiente, estaban tan cerca que no pudieron resistir la tentación de besarse. Él volvió a su asiento y se tapó procurando no tironear . Ella lo observaba pero, sobre todo, observó a su propia sensación de sentirse arropada con tanto esmero.

Después reclinaron los asientos, se giraron un poco para quedar enfrentados y volvieron a acomodar la manta. Él puso su mano izquierda sobre la cintura de Pilar y cerraron los ojos. No sería la última vez que dormirían juntos dentro de un automóvil.

A las ocho él se incorporó, se puso las zapatillas, bajó del auto y fue hasta la puerta. Escrutó desde adentro y decidió abrir la reja. Miró hacia la plaza y vio que el agua había bajado. Abrió del todo para poder pasar con el auto. Volvió y buscó las ojotas que estaban debajo del volante para dejarlas en el escalón de piedra que antecedía a la puerta de la casa. Pilar se despertó. Había olor a tierra mojada y se sentían ruidos que venían de la calle, autos que pasaban y gente que conversaba.

—Hola. ¿Dormiste un poco? —preguntó Waigel.

—Algo sí —contestó ella. Miró alrededor y vió que el portón estaba abierto—. ¿Vamos ya?

—Si, ya se puede circular. —Ella se bajó para esperar que él sacara el auto y después cerrar.

En cuanto empezaron a andar descubrieron todo lo que había sucedido debajo del agua. Parecía una ilusión, los sonidos se escuchaban en medio del silencio sepulcral, algunos cercanos y otros muy distantes. Esporádicos ruidos de algo que caía contundente sobre el piso. Descubrieron que una grúa intentaba desmontar la trompa de un auto que había quedado atrapada sobre el capot de otro en el medio de la calle. Distintivos de la cruz roja identificaban a algunos voluntarios y otros llevaban pecheras fluorescentes. Garages en subsuelos repletos de agua permitían inferir el techo del automóvil que había quedado atrapado. Autos parados de trompa, volcados, troncos y ramas sobre los capot, basura por doquier, gente en las calles yendo y viniendo, otros sacando muebles o pilas de papeles mojados. La radio anunciaba sesenta muertos. Nadie parecía haber dormido y se respiraba una tensa calma, de esas desgracias que ponen en evidencia lo efímero de lo material. 

Fueron directamente a la casa de Waigel, casi no habían hablado desde que se despertaron, solo habían observado conmovidos. Era un alivio para Pilar poder estar en silencio, cosa no siempre sencilla, mucha gente cree que todo el tiempo hay que estar diciendo algo, pero el exceso de palabras es tan nocivo como su ausencia, y casi siempre es la exteriorización de un eterno rumiar que ya no cabe en la cabeza de quien siente la necesidad de desagotar por la boca. Ya estaban a dos cuadras cuando él dijo: “Parece que acá no se inundó”. Ella se sintió aliviada, de todos modos no parecía que hubiera nada que festejar. 

Waigel estacionó el auto sobre la vereda justo al lado de la puerta  dejando libre el portón del garage. Bajaron las cosas y entraron a la casa. Todo parecía estar en su lugar.

—¿Te quedás acá? Voy a ver a las chicas. Los números están en el celular y no tengo batería, pero no contestaban, es mejor si voy. En un rato vuelvo. —Waigel agarró el cargador y salió.

—Si si, me quedo, andá..

Waigel salió. Pilar llamó a Sol para contarle que ya habían llegado. Sol le contó que las noticias durante la noche habían sido muy tensas y casi no había dormido, así era Sol. Pilar la tranquilizó, seguro que en su casa no había pasado nada, de otro modo su vecina la hubiera llamado. El teléfono de línea sonó varias veces pero no lo atendió, Waigel la llamaría al celular. Parecía haber un contestador, cuando él volviera escucharía los mensajes si es que los dejaban. Pasaron dos horas y Waigel no daba señales de vida. En eso sonó el timbre. Ella miró hacia el pasillo largo a través del ventiluz de la puerta del departamento. Se veía a alguien en la vereda a través del vidrio esmerilado de la puerta de calle. Volvieron a tocar el timbre y empezaron a golpear sobre la chapa. Se escucharon gritos.

—¡¡¡Fabioooooooooo!!! ¿¿¡¡Estás ahíiii!!?? —Los golpes continuaban, parecía una emergencia. Pilar fue hasta la puerta de calle. Cuando se disponía a abrir vio una silueta negra grande rodar lentamente por la calle. Esperó un instante, podría ser Waigel que estaba llegando. La persona desapareció hacia el lado que había ido la camioneta. Se escuchaban voces desde la puerta del garage y Pilar se corrió para poder adivinar a través del vidrio. La camioneta parecía montada sobre la vereda. ¿Qué habría pasado? La voz parecía de un adolescente varón que pretendía hacerse escuchar en medio de una hinchada de fanáticos del fútbol, hablaba fuerte y con urgencia pero no podían distinguirse las palabras.

Waigel estuvo varios minutos y luego entró.

—¿Que pasó con las chicas? —pregunto Pilar.

—Ah, si, están bien, pero a Ana Paula le entró un metro de agua en el living. Pasaron la noche en el piso de arriba, quisieron salir pero se asustaron y volvieron. Por suerte ya bajó el agua, estaban incomunicados. A Malena nada, estaban en la casa de la suegra y no tenían para cargar el celular. —Pilar pensó en el incidente de la puerta, Waigel no hizo ninguna referencia y parecía relativamente tranquilo con las noticias que traía.

—¿Y que pasó en la puerta? Ese chico que te esperaba… —preguntó Pilar.

—¡Uh, si! Es una mina, está loca, no la tendría que haber atendido pero me agarró justo, siempre me viene con algo. —No se mostró propenso a dar más detalles ni involucrado. Pilar no quiso indagar, no era necesario aportar más caos y sintió pena por esa mujer.

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