I- De Milonga


Placer de dioses, baile perverso,  
el tango es rito y es religión;  
orquestas criollas son sus altares  
y el sacerdote, su bandoneón.  
Quiero sentirme aprisionado  
como en la cárcel de mi dolor,  
guarda silencio, mitad de mi alma  
que hay un secreto entre los dos.  
Fabio Waigel llegó a la casa de Susy cerca de las siete. Allí se juntaban para ir a la capital, así le dicen en el interior de la provincia a la Ciudad de Buenos Aires. Irían en el auto de Marcos Abud. Ese mes de febrero había empezado caluroso y tenían que recorrer setenta kilómetros para llegar a la milonga. La mejor opción que habían encontrado para los domingos era una que quedaba en el barrio porteño de Boedo.
Waigel se sentó en el asiento del acompañante. Acababa de llegar de sus vacaciones. Había estrenado la reciente reforma de su departamento de Mar del Plata. Se las había ingeniado para convertirlo en un dos ambientes, siendo que originalmente tenía solo uno con cocina grande y balcón ancho. Había hecho una kitchenette en el comedor, y el dormitorio en el lugar donde originalmente estaba la cocina. Un cerramiento vidriado en el balcón le había permitido recuperar el espacio robado por la mesada y armó allí un pequeño living desde donde se veía el mar. Al entrar al departamento llamaba la atención una angosta pared de color púrpura, sobre la que había colgado un cuadro que acompañaba su forma esbelta, nadie imaginaba que allí atrás estaba disimulada la heladera.
El apellido y el aspecto de Fabio hacían suponer su ascendencia, por eso algunos le decían el alemán. Rubio, corpulento y bronceado, lucía bien a pesar de que su descanso no mereció llamarse así. Durante las vacaciones el casino le había resultado un buen refugio y lo ayudó a abstraerse. Caminaba entre las máquinas tragamonedas desplazándose como si flotara en algún lugar falto de gravedad. Cuando su mirada quedaba atrapada en las luces de alguna jugada giraba la cabeza para evitar detener su marcha. Esperaba una señal. Hasta que, por fin, decidía en que máquina jugar unos cincuenta pesos. En cuanto los hubiera perdido, todo comenzaría otra vez. Caminar, observar, esperar la señal.
Durante el viaje no hablaron más que banalidades, ese día se les había colado Andrea, que no era del núcleo más íntimo. Los hombres vestían informales, pantalón y camisa arremangada. Las mujeres estaban más arregladas, sin exagerar, si se tiene en cuenta lo mucho que se producen algunas para ir a la milonga. 
—Mi hijo está en Barcelona —dijo Andrea mostrando a Susy las fotos que tenía en su celular.
—¿Con quién se fue? —preguntó Waigel.
—Con la novia, a fines de diciembre. Ya anduvieron por todos lados. Ella consiguió unos pasajes baratos por internet ¡Viste cómo son los chicos!, ¡no sé cómo hacen!
Susy sostenía el teléfono de Andrea y extendió el brazo para mostrarle la foto a Waigel. 
— ¿Te das cuenta? ¡Esas son mujeres! —dijo él dirigiéndose a Marcos en tono jocoso. 
El tráfico en la autopista era lento. Aprovechaban el verano para hacer tareas de mantenimiento y habían inhabilitado dos carriles. Waigel parecía disfrutar de los contratiempos del paisaje que hacía un mes no recorría. En el peaje se juntaron muchos autos. Tocaban bocina para que levantaran las barreras, según el contrato, la empresa concesionaria debía liberarlas si se acumulaba gente. Dos minutos era el tiempo máximo que un conductor tenía que esperar, pero no lo respetaban. Por fin las subieron y los centenares de automóviles desaparecieron en un instante. En pocos minutos más estarían en la salida de Boedo.
Llegaron alrededor de las nueve y dejaron el auto en el estacionamiento que estaba pegado a la milonga. En la mitad de la rampa de acceso había una puerta de hierro de dos hojas pintadas en color negro mate -lisa y totalmente intrascendente- por donde se accedía al hall de la planta baja del salón. Había otra entrada desde la calle que desembocaba en ese mismo lugar. Un banco largo con respaldo al lado de un farol de pie simulaba ser una plaza porteña, salvo por los espejos grandes fileteados con la leyenda “Boedo Tango. Ese era el lugar que los fumadores elegían para compartir el vicio y algún chisme. 
Antes de subir la escalera ya se escuchaba la música y el sonido se intensificaba con cada peldaño que los acercaba al mostrador en donde tenían que pagar la entrada. "Gracias, gracias, gracias..." escrito en letra cursiva sobre papel blanco pegado en la alzada de cada uno de los escalones era el recibimiento que invitaba a subir. Había mucha gente y tuvieron que esperar que los  acomodaran. Eran siete personas las que se habían amontonado en la entrada junto al gran cortinado bordó que formaba un pasillo para direccionar a la gente. Waigel hizo un recorrido visual por las mesas mientras Marcos charlaba con Susy, y Andrea parecía estar ansiosa por la espera. Se veía la cabina vidriada desde donde se pasaba la música, desde allí adentro parecía dominarse la visión de todo el salón.
El DJ era uruguayo, ese era motivo suficiente para poner la tanda de valses de Villasboas que había empezado a sonar, la orquesta era inconfundible. Había varios hombres amontonados frente a la cabina, contra la pared que precedía al pasillo que conducía a los baños. Era uno de los lugares más transitados del salón y estaba lleno de mesas repletas de mujeres, parecía ser el mejor sitio para elegir bailarina. Las paredes estaban pintadas de color rojo sangre. Un señor bien trajeado, de oscuro, levantó la cabeza para despegarse del montón y cabeceó a una mujer que estaba sentada mirando hacia el corredor, justo de espaldas a la entrada donde Waigel esperaba. El tipo parecía apurado por temor que a la mina la sacara otro. 
Waigel registró todo el salón para ver si había alguna conocida, prefería no encontrarse con nadie ese día. Por fin los ubicaron, pero tuvieron que sentarse separados, Susy y Andrea fueron a parar a una de esas mesas largas con buenas posibilidades de ser vistas; él y Marcos, pasillo de por medio, contra la cabina del DJ. Aprovecharon que el mozo estaba en la mesa de al lado y pidieron dos copas de champagne y un poco de queso para picar. La noche olía a fiesta. Varios cumpleaños y una orquesta fueron la atracción de muchos bailarines que no pudieron resistirse a la celebración, tampoco la mujer que Fabio Waigel estaba a punto de conocer. 

Pilar era morena, de cabello ondulado y contextura delgada. Se daba el lujo de elegir bailarín en cuanto comenzaba a sonar una tanda. Lo hacía abiertamente, no solían rechazarla y, si lo hacían, lo tomaba como si tal cosa. Parecían no importarle los códigos milongueros y se mostraba agradecida ante cualquier halago que le hicieran, pero si había uno que iba a recibir con especial agrado es el que se le ocurriría decir a Waigel en cuanto empezara a bailar con ella: “Tenés buena pisada”. Esa era una virtud que ella misma valoraba de los caballos.
           
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