XIX- Mar del Plata 1

En cuanto llegaron a la costa Pilar abrió la ventanilla y respiró profundo, intentaba reconocer al mar con su olfato, sus oídos, sus ojos, y hasta intentó sentir el gusto salado en su boca. A solo una cuadra de la playa estaba el departamento de Waigel. Él estacionó justo enfrente y le señaló el lugar. Pilar bajó la ventanilla para que el polarizado no afectara los colores y agachó un poco la cabeza para apreciar el edificio completo, hasta el último piso y algo más, no perdería oportunidad de mirar hacia el cielo. Parecía buena construcción, ella apreciaba esas cosas por encima de los detalles puramente estéticos o la opulencia. Los balcones tenían barandas de madera oscura bien mantenida colocada en forma de tablones horizontales, eso daba un aspecto rústico pero prolijo. 
El frente tenía detalles de hormigón con ladrillos a la vista. Era una construcción típica de mediados de los años ochenta, luego de que la Argentina había salido del gobierno militar que permaneció hasta 1983. Durante el proceso, así habían llamado a ese gobierno de facto, el hormigón y el ladrillo en los frentes habían sido predilectos, también se usaban ventanas pequeñas, muchas veces del tipo ojo de buey. La arquitectura siempre acompaña a los tiempos que corren y habían sido épocas en las que se exhibía solidez en la estructura pero los diseños estaban pensados para disfrutar puertas hacia adentro. El edificio que Pilar observaba mantenía algunas de esas características seguramente por la inercia de las costumbres. Si bien los balcones eran algo pequeños y calzados contra las medianeras, el tamaño de las ventanas de los dormitorios y el vidrio repartido de la puerta de acceso al edificio parecían invitar a un cambio de aires. 
Al hall de entrada se accedía utilizando una llave redonda de proximidad y el piso era de cerámicas color caramelo. A la derecha de la puerta de acceso había un portero eléctrico de bronce perfectamente lustrado y en el palier un gran espejo cubría toda la pared que estaba frente a los dos ascensores. Allí se miraron después de dejar los bolsos junto al ascensor y apretar el botón.
—Mirá que linda pareja —dijo él refiriéndose a la imagen que se veía reflejada. Pilar recordó que ya le había dicho algo parecido en la milonga pero volvió a reírse, Waigel seguía de buen humor a pesar del cansancio del viaje.
Subieron en el ascensor, era pequeño pero estaba impecable. Fabio apretó el 5 y se mantuvieron callados hasta llegar arriba. Él abrió las puertas y sacó los bolsos intentando que ella no hiciera ningún esfuerzo, los puso al lado de la puerta que tenía la letra A. Pilar cerró el ascensor mientras él abría las dos cerraduras. Waigel prendió las luces. Un sillón largo de color maíz era el primer mueble importante que se veía luego de pasar el pequeño pasillo a modo de recibidor en donde estaba el perchero en el que Waigel colgó las camperas. Frente al sillón había un cuadro de colores pasteles , tenía variedad de texturas, ella se acercó para apreciarlo.
—¿Te gusta? —preguntó él.
—¡Me encanta!
—Lo hice yo —agregó Waigel.
—¡¿Si?! Está buenísimo! —Pilar se sentía tan torpe con el arte que se asombraba de que alguien pudiera hacer algo así sin ser un profesional.
—¿No me crees? —reclamó él.
—¡Si que te creo! Pero es tan hermoso. Te felicito, es una maravilla. —Ella sacó su cámara de fotos y tomó algunas. Vio que él observaba en silencio—. Permiso —dijo después de recapacitar después de su primer impulso. Luego de sacar tres fotos, una general y dos de detalles, analizó el lugar. Llamaba la atención una angosta pared púrpura que no llegaba hasta el techo, adornada con otro cuadro que acompañaba la forma esbelta, curioseó un poco más y vio la heladera que se ocultaba detrás.
—¿Ese también lo hiciste vos? —preguntó señalando al cuadro.
—Si, todos los hice yo. —Ella escaneó con la mirada el resto de las paredes y vio otro más pequeño cerca del televisor. Dedicó su atención al que estaba en la pared púrpura y trató de descifrar la técnica. Luego fue más allá y se preguntó que cosa podría haber inspirado a Waigel a hacer una obra como esa, no hay arte sin inspiración, de otro modo se trataría de meros procedimientos aplicados sin adición de sentimientos. Si hay arte hay inspiración, y necesariamente sentimientos— Ese lo hice con cartón corrugado y alambre. —Ella giró la cabeza cuando él le habló pero enseguida continuó mirando sin decir palabra, el tiempo que estaba dedicando a apreciar el cuadro era de por sí un halago.
Le mostró el resto del departamento, se apuró a llevarla a ese pequeño living que había improvisado en el balcón, así podría apreciar la vista al mar antes del anochecer.
—Hermoso! —dijo Pilar. Él la dejó disfrutar sin interferir con explicación alguna. Allí se quedaron juntos mirando el mar un largo rato, parados frente al vidrio que hacía de cerramiento. Luego él la llevó a conocer el dormitorio. Al entrar Pilar vio que el placard estaba a medio hacer, faltaba colocar el lateral que ocultaba el interior. Contra la pared, junto a la puerta de acceso, estaba apoyada la placa que esperaba ser recortada y colocada.
—Lo hice en el verano pero no pude terminarlo —explicó él—. ¿Dejamos las cosas y vamos a caminar? 
—Dale, si, me parece genial. —respondió Pilar. 
La noche parecía hecha por encargo. Caminaron abrazados desde el monumento a Alfonsina hasta la rambla, siempre por la costa. Las olas golpeaban contra las piedras en forma sorpresiva. Cuando llegaron vieron mucha gente que miraba un espectáculo callejero y se quedaron un rato. Ese poco de arte les llenaba el alma, estaban con el corazón abierto. Luego de un rato siguieron caminando. Fueron al centro, en ese camino se toparon con el Hotel Riviera, allí se habían alojado los padres de Pilar durante la luna de miel, a ella siempre le había pasado por alto ese detalle, pero no esta vez, la información del  recuerdo apareció sin pedir permiso, acompañada de una maraña de sentimientos. Justo al lado de un local que vendía los alfajores más ricos que Pilar podría haber comido, ahora entendía el porqué, sería el sabor a su niñez, su madre siempre los había comprado allí, seguramente para eternizar el recuerdo de la luna de miel, ahora era Pilar la que necesitaba reencontrarse con la dulce memoria de Gloria, solo por eso no podría omitir visitar la confitería Boston y llevar una caja, de las más grandes, a su padre.
Siguieron caminando y encontraron un restaurante sobre una calle lateral, apartado de otros que tenían colas interminables, se sentaron tranquilos en un rincón, lejos de la poca gente que había en el lugar. Pilar eligió para comer una milanesa con puré de papas, era la comida preferida cuando tenía sus sentimientos a flor de piel, la conectaba con lo más cotidiano de su vida en familia, cuando era niña, y una copa de vino tinto, Fabio prefirió un risotto con hongos y también tomó vino. Cuando salieron del restaurante él la tomó de la mano y volvieron a caminar por una diagonal que los acercaba al departamento que estaba a unas ocho cuadras. Prepararon un te y disfrutaron un rato del apacible silencio luego de un día que había estado lleno de actividad y bullicio. Estaban cansados. 
Al día siguiente se despertaron pasadas las diez y desayunaron. Cerca del mediodía decidieron salir a caminar por la costa. Anduvieron bastante antes de que los sorprendiera el hambre. Cerca de las dos pasaron por un puesto de comida rápida que estaba en un deck, sobre la playa. Un mostrador sencillo, mesas y sillas de plástico blanco, todo enmarcado por la vista a la playa, despoblada de personas y objetos, que podía disfrutarse detrás del nylon cristal grueso.
Pidieron hamburguesas completas y papas fritas, luego se sentaron en un rincón cerca del toldo plástico que los protegía del viento, lejos del centro del salón y de la barra para tener algo de intimidad. Intentaron hablar en serio de sus vidas. Pilar le contó sobre la enfermedad de su papá y la muerte de su madre hacía unos pocos años. También contó a Fabio algunos dolores profundos que había ganado en su vida familiar, sin detalles, porque no eran lo importante, sino sus propias vivencias. La pelea de su padre con los hermanos, la de ella con las suyas, enconos que no podían superarse y que cada vez espiralaban en más violencia emocional, el alejamiento de los primos solo por una obligada lealtad, la imposibilidad de encontrar en su familia un espacio de refugio, celos que empujaban a comportamientos más dignos de enemigos, las preocupaciones de su padre que le habían hecho perder el sentido de la vida a pesar del tesoro familiar y profesional que había acuñado hasta entrados los 40 años. Fue a esa edad, cuando Víctor creyó tenerlo todo, sin darse cuenta que estaba en la cima desde donde es fácil caer, que la omnipotencia que acompañaba a su éxito lo mal aconsejó. Pidió a sus socios y hermanos más recursos, que sí merecía y necesitaba, pero no a cualquier costo. Tuvo que pelear tanto para lograrlo que el camino fue devastador, aquello se había vuelto una obsesión conducida por el honor, el orgullo, el valor de la palabra, todo eso que había aprendido de los abuelos de Pilar, esos abuelos que también habían estado en la guerra. Seguramente Víctor necesitó vivir en carne propia la experiencia del campo de batalla para comprender más a sus padres, otro juego de lealtades que terminaría sepultándolo en vida. Esas experiencias vividas a corta edad aún entorpecían profundamente la vida de Pilar, pero sabía bien que de nada valía regodearse en el dolor sino que tenía que trascenderlo y amigarse con la historia que le había tocado vivir, después de todo, había sido su mejor maestra y ahora Pilar ya no era esclava del orgullo, ni de su palabra, ni siquiera creería necesario defender su honor, solo necesitaba ser feliz y libre de todo aquello. No siempre le resultaba sencillo y ella era tesonera como Víctor, pero no se obsesionaría ni siquiera con buscar su felicidad.
—¿Tu mamá era francesa? —preguntó Waigel en un intento de rescatarla de esas lágrimas que caían silenciosas por sus mejillas y ella no se preocupaba por ocultar.
—De familia —respondió Pilar.
—¿Vivió allá?
—No no, solo antepasados que nunca conoció. Su abuela ya fue nacida en Buenos Aires. ¿Y tus viejos? -indagó ella.
—Mi mamá murió cuando yo era chico. 
—¿Chico cuánto? —preguntó Pilar.
—Tenía 10 —dijo Fabio. Ella se consternó y no podía dejar de preguntarse por su propia vida, ¿cómo hubiera sido si hubiera perdido a sus padres a los 10 años? Nadie tiene lo que necesita, Waigel había crecido sin sus padres, Pilar sin los que había querido. Pero era muy probable que las cosas fueran al revés, que todo el mundo necesitara lo que no tenía. La felicidad no es para los que lo tienen todo, la felicidad es para los conformes, para los que aceptan con amor su realidad, ellos son los benditos. 
—¡Uh! ¡Eras muy chico! —hizo un silencio esperando que él se explayara, pero eso no sucedió—. ¿De qué murió? —agregó Pilar.
—Cáncer —dijo él con los ojos clavados en la hamburguesa que estaba por llevarse a la boca. De repente esa hamburguesa, repleta de cosas que podían caer en el recorrido desde el plato y antes de que él pudiera saborearla, había acaparado toda su atención. Waigel se mostraba preocupado por cuidar la ropa que llevaba puesta.
—¿Y tu papá? —preguntó Pilar.
—Murió, al poco tiempo.
—¿De qué?
—Un paro cardíaco, yo me crié con mi abuela. —Casi sin terminar la respuesta se levantó para buscar las servilletas que no había en la mesa. Ofreció una a Pilar y luego se limpió esmeradamente, dedo por dedo, como si eso fuera lo importante que tenía que atender—. Ahora me toca disfrutar —dijo convencido de haber dejado todo eso atrás. No volvieron a tocar el tema. Era evidente que a él no le gustaba hurgar en el dolor. A ella no le pareció mal, en la vida no había que relamerse las heridas porque no habría vida para disfrutar, así parecía que lo entendía él a pesar de su melancolía y su falta de prisa. Pilar vio en Waigel un hombre sensible y vulnerable que no se regodeaba en su sufrimiento pero seguía pareciendo un niño necesitado de protección, una mezcla interesante de sensibilidad y entereza que la atrapaba. Simplemente decidió dejarlo, tal como él quería expresarse, sin necesidad de saber nada más.
Cuando terminaron de comer siguieron caminando y fueron para el centro, ella quería comprarse unas zapatillas. Él la aconsejó munido de su experiencia ganada en aquellas épocas en que había sido comerciante especialista en ese rubro. Pilar decidió hacerle caso y se compró unas botitas de color beige que él le señaló, ella jamás hubiera elegido algo así, pero las llevó y las disfrutó con el placer que merecía la situación. Luego siguieron caminando y deteniéndose unos instantes ante cada espectáculo callejero que encontraban, pero volvían a elegir continuar andando los dos solos, disfrutándose y disfrutando del viento, el ruido del mar, los olores, los colores del atardecer y del sabor de algún beso.
Waigel sugirió comprar algo de comida hecha para llevar. Eligió un negocio que tenía una variedad impresionante de bollos, bocados, milanesas de distintos tipos, fainá en muchas versiones, y postres. Cuando entraron Pilar hizo lo que mejor le salía en esas ocasiones, dejarse sorprender con lo que él quisiera elegir. 
Volvieron al departamento y Waigel abrió los paquetes sobre la mesada del desayunador. Metió todo en la bandeja del horno eléctrico y lo puso a calentar, sacó los bancos de abajo de la mesada y fue a buscar las copas. Pilar encontró los platos en la alacena y llevó los cubiertos que estaban en el primer cajón. Mientras esperaban que la comida tome temperatura Waigel abrió un vino y lo sirvió. Pilar intentaría evitar tomar vino en un vaso, de cualquier tipo que fuera, pero una copa simple, aún si fuera de esas de borde caliente y vidrio grueso, era perfecta para ella.
Y así, despacio, tomaron un sorbo de vino, luego intercalaron un bocado, una anécdota, un gesto, otro bocado, una ilusión, otro sorbo, una carcajada, un recuerdo, algún pequeño plan, una curiosidad, varias sonrisas, otro bocado, todo eso, mientras construían ese otro recuerdo, tal como querrían revivirlo en el futuro.

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