VI- Bailemos

 Desde que Waigel conoció a Pilar solo pensaba en bailar con ella. Le fascinaba sentir como flotaba sobre la pista, la disfrutaba cuando la tenía en sus brazos y también le gustaba verla bailar con otros. La cita del domingo en el salón Boedo se había vuelto obligada porque quería encontrarla. Para su agrado ella estaba ahí cada vez que él llegaba. Al verla sentía cierto alivio. Atrás quedaba el temor que lo asaltaba durante el viaje, setenta kilómetros pensando en la posibilidad de llegar y no verla después de haber pasado la semana entera esperando ese momento. Era la primera a la que sacaba a bailar después de ponerse los zapatos y llamar al mozo para pedirle una copa de champagne. Todo lo hacía respetando sus propios tiempos. 


 Esa noche había consigna en la milonga, Pilar prestaba poca atención a esas cosas. Cuando llegó vio que el salón estaba lleno de mujeres muy arregladas y adornadas con perlas colocadas en las formas más exóticas. Una tenía un gran escote en la espalda y un collar muy largo que había echado hacia atrás. Otra llevaba un brazalete ancho que hacía juego con una importante gargantilla con perlas de distintos tamaños que se agrandaban hacia el centro hasta rematar con un gran perlón engarzado en un broche dorado. Una chica más joven y flaca tenía un collar largo que había anudado en la mitad y aprovechó la ocasión para disfrazarse de charleston, pollera roja corta con flecos y una vincha con una pluma al costado izquierdo que había cortado del centro de su plumero nuevo. La imaginación de la mayoría de las mujeres era frondosa, la de Pilar inexistente.

 La Negra todavía no había llegado. Pilar la llamó.

 —¿Ya saliste? —le dijo gritando para intentar tapar el sonido de la música.

 —En 5 salgo, guardame un lugar —contestó La Negra.

 —Hay consigna de perlas y no traje ¿Tenés algún collar de más?

 —Obvio, tengo un montón. —en el guardarropas de La Negra había de todo, siempre la salvaba, y si algo no tenía se las arreglaba para conseguirlo, era una mujer de recursos.


 La milonga explotaba, la multitud la fue dejando a Pilar fuera del alcance de la visión de Waigel que solo había podido bailar con ella una sola tanda. Hacía rato que le ganaban de mano cuando quería sacarla. Ella había cambiado de silla varias veces quedando, en ocasiones, de espaldas. Distintos lugares de la misma mesa, la cabecera de la mesa contigua, y hasta compartió asiento con otras personas. Serían las 11 cuando la mujer de la cabecera empezó a saludar, parecía irse, Pilar se acercó, le preguntó algo, en cuanto desocupó la silla puso en el respaldo su chal y su cartera debajo de la mesa. La sacaron a bailar la tanda de Fresedo, cuando volvió se puso a hablar con una señora que se había sentado en esa silla. Parecía molesta, sacó sus cosas y las llevó al guardarropas. Después se paró al lado de un montón de hombres que estaban contra la pared roja que conducía a los baños, enfrente de la cabina del DJ. Pusieron Di Sarli y Waigel aprovechó el momento para sacarla a bailar.


 —Qué lindas perlas —dijo él en cuanto se pararon enfrentados a punto de abrazarse.

 —Ah, sí, me las trajo una amiga porque yo, nada, no me acordé —respondió Pilar. Ella creía que su vestimenta luciría mucho mejor si era  completamente casual, pero algunas veces se arrepentía al llegar a la milonga y ver el esmero que habían puesto otras en arreglarse. Todavía estaba molesta, el halago apenas la hacía olvidarse de que no tendría lugar para sentarse en cuanto terminara de bailar. 

 —¿Qué pasa que andas por todas las mesas? —Preguntó él después que terminó el primer tema. 

 —¿Te lo digo en lunfardo? ¡Me afanaron la silla cinco veces! Prefiero quedarme parada, sino voy a terminar peleando —contestó ella.  

 —¡Uh! —Él rió mientras se agarraba la cabeza con las dos manos sujetando su cabello rubio hacia atrás al mismo tiempo que abría muy grandes los ojos y seguía riéndose. —No importa, ya vamos a encontrar alguna solución, mientras bailemos no necesitás la silla. —El segundo tema era Nueve Punto, a ella le encantaba. En cuanto él la abrazó cerró los ojos y una sonrisa se dibujó en sus labios. Bailaron en silencio el resto de la tanda—. Por qué no venís a mi mesa, hay una silla libre. —dijo él mientras hacían la cola para salir de la pista de baile. Pilar lo miró intentando adivinar si se trataba de un chiste y no le contestó. Volvió a pararse junto a todos los hombres procurando que no llegara alguno muy alto y la dejara catapultada entre la pared roja y el cuello de su camisa. Vio que Waigel se sentaba. Había llegado el momento de la música latina, algunos aprovechaban para salir a fumar y otros sobrevolaban el salón con la mirada para ver si había posibilidades de bailar con alguien que valiera la pena. Pilar se quedó parada expectante, pero no se insinuó a nadie, más bien parecía estar discretamente atenta a lo que hacía Waigel. Él buscó su mirada y le señaló con el dedo índice balanceando la mano tres veces para que ella viera la silla vacía que había frente a él. Ella se acercó.

 —¿Qué? ¿Se fue alguien? —preguntó Pilar.

 —Yo te estaba esperando, así que eché al que estaba conmigo. —contestó él. Pilar se rió.

 —¿Será mi recompensa por haber estado toda la noche sin una silla? ¿O el castigo por algún pecado inconfesable? —dijo Pilar echándose a reír de nuevo.

 —Buena pregunta. Si querés saber la respuesta tenés que sentarte —contestó Waigel mientras Pilar aceptaba la invitación y él le acercaba un pedazo de torta y una copa de champagne—. Acá tenés torta y champagne, a ver si empezamos bien con esto. Es una invitación que hicieron de la mesa de al lado, hay un cumpleaños.

 —¿Y vos? —indagó ella antes de aceptar.

 —Ya comí, hicieron una torta gigante y ya convidaron tres veces. —Ella aceptó y se puso a saborearla como si se la mereciera. Y allí estaban, compartiendo la mesa y la comida como si fueran viejos conocidos. El parecía todo un caballero si no fuera porque minutos después le mentiría la edad. 

 —¿Cuántos me das? —preguntó a Pilar cuando ella intentó saber.

 —No sé, ¿53?

 —54 —contestó impávido. Se había sacado cinco años, pero ella no sospechó. La iluminación de la milonga solía ser benevolente con los bailarines sonrientes.

 Bailaron varias tandas, algunas seguidas, hasta que llegó La Cumparsita, otra noche que concluía. Después la música se esfumó y las voces de los que quedaban se escuchaban como murmullos que flotaban en el aire. Algunos seguían conversando, sin apuro, mientras se cambiaban los zapatos y los mozos empezaban a acomodar las mesas. Ahora se podía hablar sin gritar y se disfrutaba de la escasez de gente. Era buen momento para anclar el incipiente contacto. 

 —El miércoles vamos a una milonga en Palermo ¿Por qué no vas? —dijo Waigel, parado al lado de Pilar mientras ella terminaba de guardar sus zapatos en la bolsa.

 —¿Dónde es?, ¿Está buena? 

 —¡Sí, excelente! Es en la calle Armenia, atrás de la Iglesia.

 —Bueno, no sé, podría ser, así la conozco. Veo si alguna amiga me acompaña —contestó ella mientras agarraba sus cosas. Caminaron juntos hasta la salida. Marcos ya no estaba. Bajaron las escaleras—. ¿Dejaron el auto acá? 


 —Si si, en el garaje ¿Vos también? —preguntó Waigel. Ella asintió y salieron juntos por la puerta ancha que daba a la rampa. Justo estaba subiendo Marcos con su Peugeot negro y se detuvo delante de la puerta para que Waigel se subiera. Él le dio un beso y le recordó que acababan de hacer una cita—. Mirá que nos vemos el miércoles.



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